lunes, 26 de mayo de 2008

El árbol y Gerardo Diego

EL CIPRÉS DE SILOS
Gerardo Diego (1896-1987)



Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanando a si mismo en loco empeño.

Mástil de soledad, prodigio isleño;
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llego a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi, señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,

como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.



LA SOMBRA DEL NOGAL
Gerardo Diego

Homenaje a Vicente Alejandre


La sombra del nogal es peligrosa
tupido en el octubre como bóveda
como cúpula inmóvil,
nos cobija e invita,
a su caricia fresca
y van cayendo frutos uno a uno
torturados cerebros nueces nueces

Por las noches
sombra de luna muerta da el nogal
y van suicidándose una a una
sus hojas quejumbrosas
y pies desconocidos invisibles
las huellas las quebrantan las sepultan
librándose así
del torbellino cólico
que azota a lo mortal abandonado
sobre la haz funesta de la tierra
impenetrable

Pero ¿quién pasa quién posa?
¿De quién los pies piadosos redentores?




ÁLAMO CERRADO
Gerardo Diego


Cuando estoy a tu lado ¿por qué callas?
Tus labios apretados, di ¿qué río
interior te represan, qué rocío
roban volando y brillan, y batallas.

Contra ti misma y tiemblas y avasallas
tu cauteloso amor y en desvarío
le haces estremecer de escalofrío,
amor amordazado en tus murallas?

Toda eres tú temblor de álamo verde,
temblando estás —mi brisa te remuerde—
raíz, tronco, ramas, hojas, flores, cielo.

Y se te asoman lágrimas de savia
y te rezuman éxtasis de labia
y te lastiman pájaros sin vuelo.

viernes, 23 de mayo de 2008

CITAS

Los árboles son como las gentes, son seres sociales; miembros de sociedades complejas llamados bosques y selvas que en algún momento, y no hace tanto tiempo, cubrían y protegían alrededor de seis billones de hectáreas de la superficie de la Tierra. Sus troncos y su dosel de hojas proporcionan sombra frente al sol, refugio contra el viento y el frío, y sus raíces protegen el rico suelo que ayudan a crear y mantener, y salvar de la desecación y de la erosión. Los árboles sin ninguna duda son increíblemente importantes, útiles y sobre todo hermosas criaturas, todo hechos de azúcar. Los árboles están hechos de glucosa para ser exactos; millones y millones de moléculas enlazadas en forma de celulosa.

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Lo que el falta a la ONU es que no hay lugar todavía para el águila, no hay asiento para las ballenas, para los árboles … ¿Quién representa al águila en la ONU?
(Discurso de OREN LYONS, jefe Onondaga, ante las Naciones Unidas)

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“El hombre pone piedra sobre piedra y hace un castillo; siembra en la tierra y hace un bosque. Elija cada uno lo que prefiera, pero el más pequeño bosque será siempre mayor que el castillo más grande. Aunque no tenga más historia que la de sus árboles”
(JOSÉ SARAMAGO, ‘VIAJE A PORTUGAL’)

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“Cuando la mesa se acuerda, cuando la silla, el armario, el aparador, la ventana se acuerdan, cuando se acuerdan intensamente de sus raíces, de sus savias, de sus hojas, de sus ramas, de todo lo que en ellos habitaba, de los nidos y las canciones, de las ardillas y los monos, de la nieve y el viento (…), un escalofrío recorre la casa, que vuelve a ser bosque”
(HAMID TABOUCHI)
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“La Diosa no es ciudadana; es la Señora de las Cosas Silvestres, frecuentadora de las cimas de la colinas boscosas”
(ROBERT GRAVES, ‘LA DIOSA BLANCA’)
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Hablo de gigantes de épocas olvidadas,
aquellos que me alimentaron en tiempos pasados:
nueve mundos en total, las nueve raíces del árbol,
el maravilloso fresno, se abren paso por debajo de la tierra.
( ‘LA CREACIÓN DEL MUNDO SEGÚN EL VOLUSPÁ’)
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Un árbol es un organismo vivo maravilloso…
Es capaz de proporcionar sombra incluso a aquellos que empuñan un hacha para cortarlo.
(BUDA, Inscripción en la puerta de entrada de la Reserva Natural de Kandy, Sry Lanka)
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“Creo que nunca podré ver
ninguna valla publicitaria tan hermosa como un árbol.
De hecho, a no ser que se caigan
No podré ver ningún árbol.”
(OGDEN NASH, ‘THE OPEN ROAD’)
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PRÓSPERO (A ARIEL):
Si murmuras mal, partiré un roble
y te clavaré a sus nudosas entrañas
hasta que hayas gritado durante doce inviernos.
(WILLIAN SHAKESPEARE, ‘LA TEMPESTAD’)
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Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo,
hoy todavía, plantaría un árbol.
MARTIN LUTHER KING (1929-1968) religioso norteamericano

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“Estos árboles que a todos pertenecen,
al cuidado de todos se confían”
(Cartel en un parque de Estella, Navarra)
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“Los árboles de Japón que presentan un tronco más grueso son los alcanforeros (…) pero para mi sorpresa descubrí que no crecen en pleno bosque, sino en los abarrotados santuarios sintoístas de las pequeñas poblaciones …”
PAKENHAM, T.: “Árboles excepcionales del mundo”
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“Un castaño dura siglos, tiene una vida extraña. Más que un árbol es una fuerza. Vive en los montes. Sus raíces se arrastran voraces, sus ramas tocan el cielo.”
GUERRA JUNQUEIRO

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“A la contemplación de un árbol
podría dedicarse la vida entera”
FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS

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“En cierta ocasión mostró Buda un árbol a sus discípulos
y les pidió que dijeran algo acerca de él.
Ellos estuvieron un rato contemplándolo en silencio.
Uno pronunció una conferencia filosófica sobre el árbol.
Otro creó un poema.
Otro ideó una parábola.
Todos tratando de quedar por encima de los demás.
¡Fabricantes de etiquetas!
Uno de los discípulos miró el árbol,
sonrió y no dijo nada.
Sólo él lo había visto”.
ANTHONY DE MELLO
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“De cuando en cuando es necesario regresar sin otra compañía que la de nuestros pensamientos, ¡incluso ésta, a veces, es excesiva! Recorrer la senda que conduce al corazón del bosque y paralelamente discurre hacia lo más profundo de nuestra alma. Caminar jornadas enteras sin más rumbo que aquel que se adentra más y más. Encender pequeñas hogueras en mitad de la selva, en el corazón de la noche, iluminando apenas el dosel verde con el tenue resplandor que parpadea sobre los troncos. Elevar una columna de humo vertical como una plegaria. Hasta recordar… Aprender a caminar por los bosques sin rumbo alguno, sin prejuicios ni finalidad.”
(IGANCIO ABELLA, ‘CRÓNICAS DEL PAÍS DE LOS ÁRBOLES’)

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(…) los pinos más viejos llevan en cierto modo muriéndose dos mil años o incluso más. En la actualidad poseen tan sólo una estrecha porción de la corteza y los tejidos vitales que antaño los recubrieron por completo. En realidad, el proceso de muerte de estos ejemplares se va volviendo cada vez más lento y es probable que algunos de ellos mantengan un buen aspecto durante al menos otros cinco siglos. Pero dudo que puedan vivir mucho más.
(EDMUND SCHULMAN, DESCUBRIDOR DEL “ITINERARIO DE LOS MATUSALENES”, NATIONAL GEOGRAPHIC)

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QUE EL ÁRBOL ESCUCHA Y ENTIENDE ES UNA CREENCIA COMÚN EN TODA EUROPA

Proverbio medieval
Aures sunt memoris, oculi campestribus oris
(Los oídos tienen memoria, los ojos son el rostro de los campos)

Proverbios italianos
“Anche i boschi hanno orecchie
(También los bosques tienen orejas)

“Le siepi no hanno occhi, ma hanno orechi
(Los arbustos no tienen ojos, pero sí orejas)

Il bosco no ga orecie cocí, ma el vedi e el senti
(El bosque no tiene ni orejas ni ojos, pero ve y escucha)


Proverbio alemán
“Das Feld hat Augen, des Wald hat Obren”
(El campo tiene ojos, el bosque tiene orejas)

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Proverbio hindú
“Los árboles son las columnas que sostienen el cielo; si los talamos, el cielo caerá sobre nosotros”
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jueves, 22 de mayo de 2008

Árboles monumentales de Galicia

ÁRBOLES MONUMENTALES DE GALICIA
Para confeccionar esta lista se han tenido en cuenta una serie de libros que abordan la búsqued de árboles especiales a nivel nacional.
Nomenclatura: LUGAR, NOMBRE COMÚN, PERÍMETRO (P), ALTURA (h), EDAD, ALTITUD,
COORDENADAS O UTM, NOMBRE CIENTÍFICO.

A CORUÑA

Co Vilardefrancos, Artes, "De la Fecundidad", Roble, P6,75m h20m 600años
Quercus robur

Co Vedra-Ortigueira, Parroquia Santa Cruz de Ribadulla, Olivosy ombú, 400ejemplares, h15m
N 42º 46' 15" - W 8º 25' 32" Olea europaea

Co Sobrado dos Monxes, de As Pías, Carballo, P2,9m h14m 200años,
N 43º 1' 45" - W 7º 56' 39" Quercus robur

Co Ortigueira, Jardín del Malecón, Ciprés, P7m h25m 1000años,
N 43º 41' 0" - W 7º 51' 23" Cupessus macrocarpa

Co Santiago de Compostela, Jardín de Fonseca, Ginkos y eucalipto, P8,4m h33m
N 42º 52' 37" - W 8º 33' 10" Ginkgo biloba

Co Vimianzo, parroquias Sanfins y Cereixo, Roble, h15m
Quercus robur

Co Paderne (Betanzos), Castaños, BOSQUE,
Castanea sativa

Co Artes-Carballo, Finca Souto, Roble albar, P6,65m h25m 390años 188m
N 43º 10' 49" - W 8º 38' 41" Quercus robur

Co Ortigueira, jardines del Puerto, Olivo, 110años,
Olea europaea

Co Padrón, Cementerio Santa María de Adina, Olivo,
Olea europaea




LUGO

Lu Samos, Capilla de San Salvador, Mozárabe, Ciprés, P3,3m h25m 300años
N 42º 43' 59" - W 7º 19' 29" Cupessus sempervirens

Lu Foz, Parroquia San Martirio de Mondonedo, Reiriz, Eucaplito blanco, P12,1m h49m 140años
N 34º 32' 44" - W 7º 18' 41" Eucalyptus globulus

Lu Begonte, Baamonde, iglesia, castaño, P7,5m h12m 500años 423m,
N 43º 10' 21" - W 7º 45' 36" Castanea sativa

Lu Pobra de Brollon, Parroquia San Cosme de Liñares, Alcornoque, P6m h16,5m 400años
Quercus suber

Lu Viveiro, Chavín, Souto da Retorta, "El Abuelo", Eucalipto globulus, P8m h75m 150años
N 43º 36' 53"- W 7º 35' 51" Eucalyptus globulus

Lu Viveiro, calle Misericoridia, (talado por urbanización), Ciprés de Mont. P8m h25m 150años
N 43º 39' 54" - W 7º 36' 7" Cupressus macrocarpa

Lu O Corgo, Casa Grande de A Fervenza, Aliso, P4m h15,5m 150años 441m
N 42º 53' 16" - W 7º 31' 41" Alnus glutinosa

Lu Carballedo, Pazo do Cartellos, Roble albar, P8,8m h34m 390años 596m
N 42º 32' 12" - W 7º 51' 32" Quercus robur

Lu Santa Mª de Carballedo, Prado del Carballo, Roble albar, P8,9m h13,5m 575años 577m
N 42º 31' 8" - W 7º 49' 53" Quercus robur

Lu Fereira de Pantón, monasterio de Sta. María, Ciprés, P1,95m h16,5m 150años
Cupressus sempervirens

Lu Romariz, O Inicio, Ciprés, P2,35m h20m 150años
Cupressus sempervirens



OURENSE

Ou Rairiz de la Veiga, "de A Rocha", A Sainza de Abaixo, Carballo-Roble, P8,m h35m 500años
Quercus robur

Ou Rubia, Cobas, Carrasca, P6,5m h18m 500años,
Quercus ilex

Ou Casaio, Arroyo Penedo, (difícil de llegar), Tejera, P3,8m h8m 1320m
N 42º 16' 25" - W 6º 46' 49" Taxus baccata

Ou Manzaneda, Souto de Rozabales, Tierra de Trives, Castaño, P12,3m h15m 1000años 741m
N 42º 18' 29" - W 7º 14' 47" Castanea sativa
Castaño, el "Pumbariños" P12m

Ou Melón, Monasterio de Santa María, Ciprés, P2,05m h17,5m 150años
Cupressus sempervirens



PONTEVEDRA

Po O Grove, Monte Sidarella, Higuera del Meco, h1,5m 300años
N 42º 28' 10" - W 8º 52' 44" Ficus carica

Po Pontevedra, Lourizán, Centro de Investig. Forestal, Cedro del Líbano, P5,3m h31m 120años
N 42º 24' 35"- W 8º 39' 54" Cedrus líbani

Po Santa Margarida Mourente, 3km a la capital, Carballo, P7,9m h14m 1000años 60m
N 42º 26' 15" - W 8º 37' 39" Quercus robur

Po Vigo, Paseo Alfonso XII, Olivo, h12m desde1816, Olea europaea

Po Rial, Soutomayor, Castillo de .. (delicioso jardín), Ciprés de Lawson, P11m h37m 100años
N 42º19' 48"- W 8º 34' 1" chamaecyparis lawsoniana

Po A Lama, Pelete, Roble del Vino, P7m h14m 610m 600años
N 42º 26' 7"- W 8º 23' 11" Quercus robur


EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES


Cuento escrito por Jean Giono

Para que un hombre manifieste sus más excepcionales cualidades, hay que tener la fortuna de poder observar su actuación a lo largo de muchos años. Si dicha actuación está desprovista de todo egoísmo, si obedece a una generosidad sin par, si es del todo cierto que no abriga un afán de recompensa y que, por añadidura, ha dejado una huella patente sobre la faz de la tierra, entonces no cabe error alguno.

Hará cosa de cuarenta años, hice un largo viaje a pie por unos montes poco frecuentados por turistas, sitos en esa antigua región donde los Alpes se adentran en la Provenza. En los tiempos en que emprendí mi caminata a través de aquellos parajes despoblados, todo era tierra yerma y descolorida. Nada crecía en ella salvo es espliego.

Cruzaba la comarca por su parte más ancha y, tras tres días de camino, me encontré en medio de la más absoluta desolación. Acampé junto a las ruinas de un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua el día antes y precisaba encontrar más. Aunque asoladas, aquellas casas, arracimadas como un panal de avispas viejo, indicaban que una vez tuvo que haber allí una fuente o un pozo. Fuente había, en efecto, pero seca. Las cinco p seis casas sin techo, roídas por el viento u la lluvia, y la minúscula capilla con el campanario medio derruido, se levantaban como las casas y capillas de los pueblos habitados, mas todo signo de vida se había esfumado.

Hacía un hermoso día de junio, radiante bajo el sol, pero sobre aquella tierra expuesta, el viento, en lo alto del cielo, soplaba con una insoportable ferocidad. Rugía entre los esqueletos de las casas cual león descendiendo su comida. Tuve que trasladar el campamento.

Después de cinco horas de marcha, seguía sin encontrar ni una gota de agua y nada alentaba la esperanza de hallarla. En todos lados la misma sequedad, los mismos hierbajos. Acerté a divisar en la lejanía puna pequeña silueta erguida, que tomé por el tronco de un árbol solitario. En cualquier caso, me encamine hacia ella. Resultó ser un pastor. Treinta ovejas yacían a sus pies sobre la tierra achicharrada.

Me dio de beber de su calabaza y, poco después, me llevó a su morada, en un pliegue de la llanura. Se abastecía de agua (un agua excelente) de un pozo natural muy profundo sobre el que había dispuesto una polea rudimentaria.

Era hombre de pocas palabras. Así es como son quienes viven en soledad, pero se notaba que estaba seguro de sí mismo, con un convencimiento absoluto. Algo inesperado en aquellos tiempos. No vivía en una cabaña, sino en una casa de piedra que daba fe de los esfuerzos realizados para reformar la ruina que había encontrado allí a su llegada. El tejado era recio y firme. El viento contra las tejas producía un murmullo como el del mar en la orilla.

Estaba todo ordenado, los platos, limpios, el suelo, barrido, el rifle, engrasado; la sopa hervía en el hogar. Advertí entonces que iba pulcramente afeitado, que llevaba todos los botones bien cosidos, que había remendado su ropa con la meticulosidad que hace invisibles los remiendos. Compartió la ropa conmigo y luego, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como el amo, era amistoso sin mostrarse servil.

De buenas a primeras dimos por sentado que me quedaba a pasar la noche. La aldea más cercana se hallaba a más de día y medio de viaje y, por otra parte, estaba más que familiarizado con la naturaleza de los escasos villorrios de aquellos pagos. Apenas cuatro o cinco, dispersos por los cerros, al final de largos caminos de carro. Los habitaban carboneros que vivían en la penuria. Las familias, apiñadas a causa de un clima en demasía severo tanto en verano como en invierno, no se libraban de los incesantes conflictos entre personalidades encontradas. La ambición irracional alcanzaba proporciones desmesuradas debido a la continua ansia de escapar.

Los hombres acarreaban las carretadas de carbón hasta la ciudad para luego regresar. El yugo perenne de aquel penoso trabajo vencía a los caracteres más firmes. Las mujeres avivaban los motivos de agravio. En todo había rivalidad, en el precio del carbón como por un banco en la iglesia, en las virtudes opuestas como en los vicios, así como en la perpetua lucha entre el vicio y la virtud. Y por encima de todo estaba el viento, también incesante, crispando los nervios. Se daban epidemias de suicidios y frecuentes casos de locura, habitualmente homicida.

El pastor fue a por un saquito y vertió un montón de bellotas sobre la mesa. Comenzó a inspeccionarlas, una por una, con gran concentración, separando las buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Le ofrecí ayuda. Me respondió que era su trabajo. Y, en efecto, en vista del esmero con que se entregaba a la tarea, no insistí. En eso consistió toda nuestra conversación. Tras separar una cantidad suficiente de bellotas buenas, las fue contando en decenas, al tiempo que eliminaba las más pequeñas o las que presentaban alguna grieta, pues ahora las examinaba con mayor detenimiento. Cuando hubo seleccionado cien bellotas perfectas, puso fin a la labor y se acostó.

Aquel hombre irradiaba paz. Al día siguiente le pregunté si me podía quedar un día más. Le pareció lo más natural, o, para ser exactos, me dio la impresión de que nada podía desconcertarlo. No es que tuviera una necesidad imperiosa de descanso, pero había despertado mi interés y quería saber más acerca de él. Abrió el redil y se llevó el rebaño a pastar. Antes de irse, sumergió en un cubo de agua el saco de bellotas cuidadosamente contadas y seleccionadas.

Advertí que a modo de cayado empuñaba una vara de hierro gruesa como el pulgar y de metro y medio de longitud. Andando a mi aire, seguí un camino paralelo al suyo. El pasto se hallaba en un valle. Dejó al perro a cargo del reducido rebaño y subió hasta donde yo me encontraba. Temí que fuera a reprenderme por mi indiscreción, mas no fue ni mucho menos así: él iba en aquella dirección y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer. Trepó hasta la cresta de la loma, un centenar de metros más arriba.

Entonces empezó a clavar la vara de hierro en la tierra, abriendo agujeros en los que plantaba una bellota; luego rellenaba el agujero. Así plantaba robles. Le pregunté si aquella finca le pertenecía. Me repuso que no. ¿Sabía de quien era? No lo sabía. Suponía que era de propiedad comunal, o tal vez perteneciera a personas que no le otorgaban mayo importancia. No tenía el menor interés de quien era. Plantó las cien bellotas con sumo cuidado.

Tras el almuerzo reanudó las tareas de plantación. Supongo que me mostré persuasivo en mi interrogatorio, pues obtuve algunas respuestas. Llevaba tres años plantando en aquel desierto. Había plantado ya cien mil bellotas. De las cien mil, veinte mil había germinado. De las veinte mil, contaba con perder la mitad a manos de los roedores y de los impredecibles designios de la Providencia. Así pues, todavía quedaban diez mil robles con vida donde antes nada crecía.

Fue entonces cuando empecé a preguntarme qué edad tendría aquel hombre. Saltaba a la vista que había cumplido los cincuenta. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Una vez había poseído una granja en las tierras bajas. Allí había construido su vida. Perdió a su único hijo; luego a su esposa. Acabó retirándose a aquellos solitarios parajes, donde se encontraba muy a gusto viviendo sin prisas con sus ovejas y el perro. A su parecer aquella tierra se estaba muriendo por la ausencia de árboles. Agregó que, a falta de otra ocupación más apremiante, había decidido poner remedio a aquel estado de cosas.

Puesto que en aquellos tiempos, a pesar de mi juventud, llevaba una vida solitaria, me constaba que debía tratar con amabilidad a los espíritus solitarios. Pero esa misma juventud me empujaba a considerar el futuro con relación a mí mismo y a una determinada búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años sus diez mil robles serían magníficos. Respondió con toda sencillez que si Dios le concedía bastante vida, en treinta años habría plantado tantos más que aquellos diez mil serían como una gota de agua en el océano.

Por otra parte, estaba estudiando la reproducción de la hayas y tenía un vivero de plantones nacidos de hayucos junto a la casa. Los plantones, protegidos de las ovejas mediante una cerca de alambre, eran muy bonitos. También tenía en mente plantar abedules en los valles donde, según me dijo, había una cierta humedad a pocos metros bajo la superficie del suelo.

Al día siguiente, nos separamos.

Un año después estalló la guerra de 1914, en la que me vi implicado durante cinco años. Un soldado de infantería apenas disponía de tiempo para reflexionar sobre los árboles. A decir verdad, aquel asunto no me había impresionado; lo había tomado por un hobby, una colección de sellos, para luego olvidarlo. Finalizada la guerra, me encontré en posesión de una diminuta prima por desmovilización y un enorme deseo de respirar aire puro durante algún tiempo. Sin más propósito que éste enfilé otra vez la carretera hacia las tierras yermas.

El paisaje no había cambiado. No obstante, a lo lejos vislumbré, más allá del pueblo abandonado, una sombra de neblina grisácea que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. El día anterior había empezado a pensar de nuevo en el pastor plantador de árboles. «Diez mil robles -reflexioné- ocupan mucho espacio».

Había visto morir a demasiados hombres a lo largo de aquellos cinco años como para no dar por sentado que Elzéard Bouffier estaría muerto, más aún cuando a los veinte años se contempla a los hombres de cincuenta como ancianos a quienes nada les queda por hacer salvo morir. Mas no había muerto. En realidad, estaba más vivo que nunca. Había cambiado de trabajo. Ahora sólo tenía cuatro ovejas y, a cambio, cien panales. Se había desprendido de las ovejas porque constituían una amenaza para los árboles jóvenes. Pues, tal como me explicó (y pude comprobar con mis propios ojos), la guerra no lo había trastornado lo más mínimo. Impertérrito, había seguido plantando.

Los robles de 1910 contaban entonces diez años de edad y ya eran más altos que nosotros. Un espectáculo impresionante. Me quedé literalmente sin habla y, como tampoco él decía nada, pasamos todo el día caminando en silencio a través de su bosque. En tres sectores, medía once kilómetros de longitud por tres kilómetros en lo más ancho. Al recordar que todo aquello era fruto de las manos y el alma de una única persona desprovista de recursos técnicos, se comprendía que los hombres podían ser tan efectivos como Dios en ámbitos distintos del de la destrucción.

Había llevado a cabo su plan, y unas hayas que me llegaban al hombro y se extendían hasta donde alcanzaba la vista lo confirmaban. Me mostró hermosos grupos de abedules plantados cinco años atrás (es decir, en 1915, mientras yo luchaba en Verdún). Dispuestos en cuantos valles había supuesto (y acertado) que la capa húmeda casi afloraba; eran delicados como niñas pero estaban muy bien arraigados.

Fue como si la creación floreciera en una suerte de reacción en cadena. A. él tanto le daba; tenía la determinación de concluir su tarea con toda sencillez; pero de regreso hacia el pueblo vi que el agua manaba en arroyos que llevaban secos desde tiempos inmemoriales. Aquel era sin duda el resultado más sobrecogedor de la reacción en cadena que mis ojos presenciaban. Alguna vez, tiempo atrás, el agua había corrido por aquellos riachuelos secos. Parte de los tristes villorrios mencionados antes fueron construidos en los emplazamientos de antiguos asentamientos romanos, de los que aún quedaban vestigios; y los arqueólogos, en sus exploraciones, habían hallado anzuelos donde, en el siglo veinte, se precisaban cisternas para garantizar un exiguo abastecimiento de agua.

El viento, además, esparcía las semillas. Con el resurgir del agua reaparecieron los sauces, los torrentes, los prados, los jardines y las flores en un alegato a favor de la vida. Pero esta transformación se produjo de forma tan gradual que se integró en el entorno sin causar el menor asombro. Los cazadores, que subían a los páramos siguiendo la pista de las liebres y los jabalíes, advirtieron, por supuesto, la repentina aparición de arbolillos, pero la atribuyeron a un capricho natural de la tierra. De ahí que nadie se entrometiera en la labor de Elzéard Bouffier. De haber sido descubierto habría suscitado oposición. Pero pasaba desapercibido. ¿Quién, en los pueblos o en la administración, podría soñar siquiera en semejante perseverancia y tan magnífica generosidad?

Para hacerse una idea exacta de lo excepcional del personaje es preciso no olvidar que trabajaba en soledad absoluta: tan absoluta que hacia el final de su vida perdió el hábito de hablar. O tal vez fuese que no lo veía necesario.

En 1933 recibió la visita de un guarda forestal para notificarle una resolución judicial que prohibía encender fuego al aire libre con vistas a proteger el crecimiento de aquel bosque natural. Era la primera vez, le dijo el hombre con toda ingenuidad, que oía hablar de un bosque surgido motu proprio. Por aquel entonces Bouffier se disponía a plantar hayas en un lugar a unos doce kilómetros de su casa. Para ahorrarse tantas idas y venidas (pues ya había cumplido los setenta y cinco), decidió construir una cabaña de piedra junto a la plantación. Al año siguiente la levantó.

En 1935 el Gobierno envío a toda una delegación a inspeccionar el «bosque natural». Un alto cargo del Servicio Forestal, un diputado, varios tecnócratas. Hubo mucho parloteo fútil. Se decidió que algo había que hacer y, por fortuna, nada se hizo salvo lo único que tenía sentido: el bosque fue puesto bajo la protección del Estado y se prohibió la producción de carbón. Pues resultaba imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos árboles jóvenes rebosantes de salud que lograron hechizar al mismísimo diputado.

Entre los funcionados de la delegación se contaba un amigo mío, a quien desvelé el enigma. Un buen día de la semana siguiente fuimos juntos a visitar a Elzéard Bouffier. Lo encontramos trabajando con ahínco, a unos diez kilómetros del lugar donde se había efectuado la inspección.
Aquel guardabosque no era amigo mío porque sí. Se regía por firmes principios. Sabía guardar un secreto. Entregué los huevos que llevaba como presente. Comimos juntos y pasamos varias horas en muda contemplación del paisaje.

Por donde habíamos ido, las laderas estaban cubiertas de árboles de entre seis y ocho metros de altura. Rememoré el aspecto que ofrecía la región en 1913: un erial. El sosiego, el esfuerzo constante, el aire vigorizador de la montaña, la frugalidad y, por encima de todo, la paz de espíritu habían dotado a aquel hombre de una vitalidad impresionante. Era un atleta de Dios. Me pregunté cuántas más lomas cubriría de arboleda.

Antes de partir, mi amigo se limitó a recomendar algunas especies de árboles especialmente indicadas para las condiciones del suelo. Tampoco insistió en el tema. «Por la convincente razón —me diría después—, de que Bouffier sabe mucho más que yo.»; Una hora de camino después, tras haberle dado unas cuantas vueltas, añadió: «Sabe mucho más que cual­quiera. ¡Ha descubierto una forma ma­ravillosa de ser feliz!»

Gracias a este funcionario quedaron a buen recaudo no sólo el bosque sino también la felicidad del hombre. Delegó el cometido en tres guardabosques, a quienes adoctrinó hasta tenerlos a prueba de las botellas de vino que los carboneros les ofrecerían.

La obra sólo se vio seriamente en peligro durante la guerra de 1939. Dado que los coches se propulsaban con gasógeno (generadores alimentados con leña), se disparó la demanda de madera. La tala se inició en el robledo de 1910, pero aquel sitio distaba tanto de cualquier estación de tren que la empresa resultaba temeraria desde el punto de vista financiero. Así que fue abandonada. El pastor no se enteró de nada. Se hallaba a treinta kilómetros del lugar, prosiguiendo su labor con toda tranquilidad, pasando por alto la guerra del treinta y nueve tal como había hecho con la del catorce.

Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía ochenta y siete años. Emprendí de nuevo la ruta de la tierra baldía; pero ahora, a pesar del caos que la guerra sembrara por todo el país, había un autobús que cubría el trayecto entre el valle de Durance y el monte. Atribuí el hecho de no reconocer los escenarios de mis anteriores viajes a la relativa velocidad de aquel medio de transporte. Me pareció, asimismo, que la carretera discurría por territorios nuevos. Pero me bastó el nombre de un pueblo para convencerme de que me hallaba, en efecto, en aquella comarca que había sido todo ruinas y desolación.

El autobús me dejó en Vergons. En 1910 aquella aldea de diez o doce casas tenía tres habitantes. Eran criaturas salvajes que se odiaban unas a otras, que vivían cazando con trampas, próximas aún, tanto física como moralmente, al estado de hombres prehistóricos. Por todas partes crecían las ortigas entre los restos de las casas abandonadas. Habían perdido toda esperanza, No les restaba más que esperar la muerte, una situación que raramente predispone a la virtud.

Todo había cambiado. Incluso el aire. En lugar de los severos vientos secos que solían atacarme, soplaba una brisa amable, cargada de fragancias. De las montañas llegaba un rumor como, de agua: era el viento en el bosque. Lo más asombroso de todo fue oír un sonido real de agua cayendo en un estanque. Comprobé que habían construido una fuente que manaba en abundancia y (fue lo que más me emocionó) que alguien había plantado un tilo junto a ella, un tilo que contaría unos cuatro años, ya en plena floración, como símbolo incontestable de la resurrección.

Por otra parte, Vergons daba fe de un empeño cuya envergadura exigía tener esperanza. Así pues, la esperanza había vuelto. Se retiraron los escombros, se abatieron las paredes derruidas y se restauraron cinco casas. Ahora se contaban veintiocho almas, cuatro de las cuales eran jóvenes casados. Las casas nuevas, recién enlucidas, estaban rodeadas de jardines donde crecían verduras y flores en ordenada confusión: calabazas y rosas, puerros y dragones, apios y anémonas. Se había convertido en la clase de pueblo que invita a vivir.

A partir de allí proseguí a pie. La guerra recién terminada aún no permitía que la vida floreciera en todo su esplendor, pero Lázaro se había levantado de la tumba. En las faldas de la montaña divisé pequeños campos de cebada y centeno; al fondo de los valles estrechos los prados reverdecían.

Han bastado ocho años desde entonces para que todo el campo rebose vitalidad y prosperidad. Allí donde en 1913 no vi más que ruinas, ahora se levantan granjas bien cuidadas, pulcramente enlucidas, testimonio de una vida cómoda y placentera. Los antiguos arroyos, alimentados por la lluvia y la nieve que acumula el bosque, fluyen de nuevo. Sus aguas se han canalizado. En todas las granjas, en bosquecillos de arces, las albercas rebosan agua clara sobre tapices de hierbabuena. Los pueblos se han ido reconstruyendo poco a poco. Las gentes de las llanuras, donde la tierra es costosa, se han establecido aquí, trayendo consigo juventud, acción y espíritu aventurero. Junto a los caminos encuentras hombres y mujeres campechanos y cordiales, muchachos y jovencitas que saben reír y han recuperado la afición por las meriendas campestres. Contando a los antiguos pobladores, irreconocibles ahora que viven con holgura, más de diez mil personas deben su felicidad a Elzéard Bouffier.

Cuando pienso que un solo hombre, armado únicamente de sus recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir de un yermo esta tierra prometida, me convenzo de que, a pesar de todo, el género humano es admirable. Pero cuando hago el cómputo de la constante grandeza de espíritu y de la tenaz benevolencia que sin duda ha requerido alcanzar este resultado, me embarga un inmenso respeto por este viejo campesino iletrado que ha sabido completar una obra digna de Dios. Elzéard Bouffier falleció tranquilamente en 1947, en el hospicio de Banon.