No me fijé de verdad en una planta hasta pasados los cuarenta años. Por
miedo a parecer paletos, los fugitivos del campo cultivábamos con
vehemencia el esnobismo de lo urbano
En
el Botánico de Madrid hay una armonía geométrica de parque francés del
siglo XVIII. La primera vez que entra al de Lisboa el visitante novelero
siente enseguida que se sumerge en un bosque, en una selva tupida pero
también apacible, con dragos de Madeira y araucarias y casuarinas
gigantes de Australia y Nueva Zelanda, con palmeras altísimas que
oscilan como mecidas por un viento del Pacífico. El Botánico de Madrid
es plano y de ángulos rectos: el de Lisboa está en cuesta, y sus
senderos son sinuosos, de manera que las perspectivas están cambiando
siempre, y hay momentos en los que uno se encuentra completamente
rodeado por una vegetación tan densa como la que atravesaban a
machetazos los exploradores de los antiguos libros de viajes. En el
Botánico de Lisboa, cuando el viento ha arreciado, el rumor poderoso de
los árboles borra por completo los ruidos de la ciudad. Salgo de él al
cabo de una visita de una hora y es como si volviera de un retiro en una
montaña y de una expedición.
Fernando Pessoa
escribió que se bajaba del tranvía después de un breve trayecto con el
mareo de un